HELLEN
BACA
TEJIENDO HISTORIAS
Con mi mochila al hombro me subo a un bus al vuelo. Desde los 13 años podía hacer sola el trayecto hasta la casa de los abuelos. Casi dos horas separaban mi cotidianidad citadina de las aventuras y la curiosa sensación de libertad que me ofrecía el campo.
En pocos minutos me encuentro seducida por la imponencia de las montañas, sus blancas cumbres, y esas faldas como enaguas de mujer que quieren ocultar la transparencia de las formas, aquellas formas que con tiempo y paciencia puedes descifrar cuando te adentras en ellas enamorada por el oficio de montañista. Esas enaguas se vuelven mantos de colores con intensos matices verdes y amarillos. La retina capta una luz única del maíz crecido y listo para la cosecha.

Estoy cerca, el Lago San Pablo se ofrece ante mis ojos, límpido como un espejo, abrazando el corazón del Imbabura. Mi abuelo, por quien conozco los secretos del caminante, me contaba que una vez la tierra fue gobernada por gigantes, uno de ellos enfermo de poder y mezquindad se hundió en el lago al querer comprobar cuán profundo era éste y cuán grande era él; y en su angustia por salir y no ahogarse incrustó su pulgar en la montaña dando forma al corazón que vemos hoy.

Mi abuela me contaba otras historias. Yo me acostaba en su regazo para escucharla, mientras ella como deshilando los hilos de los sacos que tejía acariciaba mi cabello; mientras sus dedos jugueteaban y tiraban suavemente de mi pelo. Mi abuela desenredaba cuentos de amor. Ella decía que en otros tiempos cuando la magia de verdad existía, un hombre y una mujer se enamoraron, pero su amor estaba prohibido. Ellos para ser eternos e inseparables usaron un poderoso hechizo, él se volvió montaña y ella lago. Además, para recordarnos la nobleza de su amor él nos muestra su corazón. Esa, era solo una de las tantas historias que me regalaba mi abuela, mientras otras leyendas crecían alrededor del Taita Imbabura y su mujer lago.

Estoy llegando, ha llovido, el aire fresco se adentra en mis pulmones y el aroma de la tierra húmeda me brinda una sensación de felicidad que no logro describir, sonrió para mí; cruzo el parque mientras pisada a pisada por el empedrado voy camino a la casa de los abuelos. Estoy aquí, la perenne buganvilla fucsia, el alto muro de tierra, el portón verde son la fortaleza de mi castillo infantil. Tiró del cordel improvisado para abrir la puerta. El ladrido del perro alerta mi arribo, pero los abuelos no me esperan, no escuchan al perro que gimotea de emoción al verme, al olerme familiar. Qué pequeña siento la casa, no hace mucho la encontraba inmensa, inagotable.

Entró a la cocina reservada para las visitas, no había nadie.
Me dirijo por el pasillo estrecho que lleva a la cocina de leña, donde la abuela guarda sus secretos. Sorprendo a la abuela, que cada vez oye menos, está atizando el fuego de la cocina de leña, esa cocina oscura y cálida, siempre viva, siempre aromática, siempre llena. De un lado al otro están las mazorcas de maíz que se secan en cordeles, mañana las desgranaremos y sentiré los dedos entumecidos y lastimados por la acción, pero bien lo vale. Escucho el triste y silbido de la madera consumida por el fuego que de rato en rato despide bocanadas de humo, eso le da un olor particular a la cocina y un sabor increíble a la comida.
Puedo ver una danza entre el humo y la luz del día que penetra por los orificios entre el techo y las paredes de tierra. Esa construcción aparentemente poco cuidada permite que la luz se filtre y el humo se escape.

La abuela me mira de pies a cabeza, se emociona, no sabe qué decir y rompe en llanto de alegría; se seca las lágrimas con el puño de su saco y finalmente me dice –llegas a tiempo. Me ofrece la cuchara de palo para que continúe con la tarea que ella inició, voy a remover el mote que se cocina en una gran olla llena de tizne que desprende vapor.
Suspiro mientras remuevo y remuevo imaginando ya, saboreando ya ese mote que se abre, que se hincha al cocinarse. Empino la cuchara y extraigo unos cuantos granos de mote, compruebo su estado, su suavidad, su textura en mi boca. ¡Mmmm…! Está casi listo, su sabor le permite ser el mejor acompañante de las comidas de la serranía andina. Abandono mi tarea, porque otra variedad de maíz me espera en la mesa. El maíz tostado, saladito, dispuesto para ser atrapado en un manojo y uno a uno ser triturado entre los dientes y vibrar con esa sensación de nunca tener suficiente y desear siempre tenerlo en tus manos, en tu boca reventando como burbujas de aire y polvo.
– Voy a buscar al abuelo, digo y me planto en la salida.
La abuela detiene mi alocado impulso.
– Se fue a Andaviejo.
– Voy a darle el encuentro, respondo.
– Quédate aquí, conmigo me dice y me suena a súplica, a soledad mal curada.
Doy marcha atrás y me quedo, aunque tengo la necesidad de salir corriendo y buscar al abuelo entre los maizales, quiero ver si hay moras y taxos maduros, quiero recoger los aguacates y mirar si hay nuevos nidos de quindes.
Quiero saludar a los vecinos Mama Mina, don Aurelio y recuerdo que ya no están. Nada que hacer, el tiempo ha pasado sin remedio, reprimo la idea de salir y me acojo a tu abrazo, a tu compañía.
Me sienta bien el tenerte, sentirte únicamente para mí, pronto vendrán los otros nietos ruidosos y quisquillosos que acabarán con esta complicidad tuya y mía.
– Cuéntame un cuento, te pido.
– Mejor te cuento un secreto, me dice ella
En ese instante sentí como si de un golpe había desaparecido la niñez y se extinguía inexorable la juventud.
"soy ecuatoriana residente en Alemania"